El desierto es una alucinación,
una parábola que amontona las huellas
que se fragmentan bajo el roce del sol,
soportada apenas por el beso de la brisa
que señala un oasis oculto tras las dunas.
El desierto es la fábula ineluctable
donde imaginamos los pequeños universos
que el tiempo deja a la intemperie,
para evitar que nos desgaste el delirio de la lluvia.
Continuamente golpea nuestra puerta
con un llamador de arena,
y asedia los rincones que esconden los médanos
desbrozados por los naufragios y las guerras.
Todos los desiertos tienen su propio nombre,
su quimera,
su destino,
su luz,
sus borrascas,
el aliento de aire que traza el camino
de los reptiles en la arena,
el olor a salitre que emanan los navíos a la deriva
a través del esqueleto de mar de los arenales.
No hay mapas habitados por desiertos
ni brújulas que proyecten sus ruinas,
sólo se prolonga la arena rompiendo sus huesos de vidrio
sobre el musgo desgastado de la vida.
una parábola que amontona las huellas
que se fragmentan bajo el roce del sol,
soportada apenas por el beso de la brisa
que señala un oasis oculto tras las dunas.
El desierto es la fábula ineluctable
donde imaginamos los pequeños universos
que el tiempo deja a la intemperie,
para evitar que nos desgaste el delirio de la lluvia.
Continuamente golpea nuestra puerta
con un llamador de arena,
y asedia los rincones que esconden los médanos
desbrozados por los naufragios y las guerras.
Todos los desiertos tienen su propio nombre,
su quimera,
su destino,
su luz,
sus borrascas,
el aliento de aire que traza el camino
de los reptiles en la arena,
el olor a salitre que emanan los navíos a la deriva
a través del esqueleto de mar de los arenales.
No hay mapas habitados por desiertos
ni brújulas que proyecten sus ruinas,
sólo se prolonga la arena rompiendo sus huesos de vidrio
sobre el musgo desgastado de la vida.